Atraído por la existencia de una dimensión superior que nos trasciende y nos rebasa, Emanuele Tozzoli vuelve sobre la pintura una y otra vez con el interés de fijar en el lienzo esas derivas imprecisas y azarosas del espíritu, esos momentos en los que solo importa la verdad y la autenticidad del gesto, el goce de la pintura, la libertad de ser a través del medio. La obra de Tozzoli es absolución y reconciliación, es gramática de persistencia y de voluntad en la defensa expedita de hacer lo que le da la gana. Si tuviera que definir su actitud ante la obra, el sentimiento fundamental que se dirime en ella, sería la de un voyeur expectante y licencioso, sería la de alguien que no tiene prejuicio alguno en exponer la legitimidad de un modo de hacer en el que se manifiesta el niño que fue una vez y el polimorfo que continúa siendo.
Descubro en su narrativa pictórica un impulso fundacional, una voluntad por atrapar todo aquello que se revela profundo e inasible y, al mismo tiempo, evidente, carnal, mundano y hasta sexual. Hablamos de una pintura que no se interesa en extremo por las cuestiones relativas a la representación; al contrario, se apasiona por la hechura misma de la mancha y el libertinaje de lo gestual. Hablamos de una pintura que tiene mucho de corporalidad y de performance, de sexualidad diluida y de fetichismo consumado. Existe en ella, casi a modo de rasgo estilístico y de estructura sintáctica, una deliciosa tensión entre los ámbitos de la figuración y de la abstracción ¿Cómo definir entonces, en términos de apariencia, la pintura de Tozzoli? No creo si quiera que merezca atención desmedida esta pregunta. Y no la merece porque la obra (su obra) no existe para someterse a este tipo de digresiones estériles que necesitan explicarlo todo o validar una propuesta a tenor de sus filiaciones con la historiografía artística.
Creo que lo que más importa, a los efectos de una exégesis más o menos lúcida sobre la narración pictórica de este joven y sexy artista, es advertir la concordancia explícita entre el parecer y el decir, entre la fisonomía de la pintura y la palabra que en ella se realiza con invención y avidez. Me resulta imposible pensar en sus imágenes y olvidar esa pieza en la que un personaje rosa me espía atrapado en un amarillo cegador que pareciera justificar su vida. Sin duda, una obra de una hermosura mayor que conserva el relieve del misterio. Esos ojos se clavan en la mirada del otro en lo que pudiera entenderse como una interpelación o una invitación que toma el erotismo como vehículo de proximidad y de sorna.
La obra de Tozzoli manifiesta, además, un gusto vertiginoso por las tensiones y por el ruido de las polaridades. En sus superficies se asiste a una vehemente rivalidad entre representación y abstracción. Ella está abierta a ambas opciones, pero aceptando el sino dramático que se resume en esa contradicción. Si por una parte, instrumenta la operatoria que implica la reducción de los componentes fundamentales de la imagen para conservar los rasgos más relevantes de esta; de otra parte, sin embargo, introduce elementos realistas -como los ojos u otros- para enfatizar la ambigüedad, el contrapunto visual y para legalizar la viabilidad de los contrarios. De ello resulta un ejercicio de síntesis formal y de barroquismo enunciativo que es simple y reflexivo al mismo tiempo, una puesta en escena que la máscara y rostro se confunden y copulan.
Lo explícito y lo velado, lo fáctico y lo metafórico, lo humano y lo divino se dan cita en el contexto de su relato. Sus visuales escogen el camino de la irreverencia y juegan -a su manera- con las nociones del carnaval y de la impostura. Muchas de sus escenas parecen certificar el descontrol y la permisibilidad, rasgos típicos de la lúdica que acompaña a cualquier festividad disruptiva. Una extraña sensación orgiástica y dionisíaca preñan las escenas de este artista. Lo engañosamente infantil se vuelve perverso y abierto. La transacción entre lo “pueril” y el “deseo” se organiza de forma tácita, pero bajo el atractivo del flirteo y el ritual.
No por gusto se reitera, en sus grandes formatos, esa sintomática recurrencia a lo cárnico, a lo amorfo, a lo etéreo, a lo ambiguo y a lo abstracto-concreto. Las superficies de Tozzoli cifran un universo simbólico -con suficiente autonomía- en el que se celebra el ritual de la curiosidad y de la exaltación. Es como si toda ella estuviera abocada a la consumación decisiva del infierno milagroso y del paraíso viciado y perverso. Reconozco en su obra una suerte de insatisfacción palpitante frente al horizonte de lo dado, de lo establecido, de lo requerido. De hecho, en mi afán por comprenderla, por interpretarla o por poseerla a través de la palabra, descubro mi torpeza y mi carencia, toda vez que ella se me presenta como un accidente extraño y una materia escurridiza. Sin embargo, esa misma huida activa en mí los mecanismos de la seducción aun cuando sé, de sobra, el peligro que entraña el exceso de curiosidad. Pero es precisamente esa curiosidad, esa duda, esa voluntad de saber, lo que constituye la sangre y carne de la gramática pictórica de este singular artista.
Etiquetas: Andrés Isaac Santana, Emanuele Tozzoli Última modificación: 8 septiembre, 2023