La riqueza de caracterización de la pintura resulta infinita, tanto como la insolencia de los que disienten de ella. Eduardo Lozano es un amante feroz de la pintura y de la vida. Con el paso de los años ha hecho de esta última una forma de habitar el mundo, convirtiéndola en su religión personal y en un modo de afirmación que va más allá del reconocimiento mediático, de la tiranía del Like y de los trasnochados gestos vinculados a una idea restringida de éxito. Todo en Eduardo aparece salpicado de pigmentos, de manchas residuales, de eyaculaciones sospechosas que apuntan a la consumación del placer y no a su interrupción. La pintura, en su forma de apunte y de cronología irreverente, atraviesa el espacio de una existencia que ha debido incorporar el abecedario de la diáspora y hacerse con otras gramáticas de expresión. En el transcurso de este tiempo, un tiempo largo y corto, la obra de Eduardo ha madurado en esa capacidad relatora y en esa vocación reporteril.

Observo su pintura y pienso, de facto, en la pertinencia/urgencia del diario frente a la amnesia y el olvido. Su obra es una suerte de testimonio, de certificación, de registro vital que se fortaleza ante cualquier idea de defunción y de peregrinaje. En su hechura se condensan las voces de relatos colectivos e íntimos. Todo en ella está abocado a contar y ser contada. Eduardo ejecuta un tipo de pintura hablante. Es, si se quiere, una extensión corporal, un apéndice, una especie de cruzada contra la desidia. Las formas en las que esta se manifiesta recuerdan mucho a la tipología del cuaderno bitácora en el que se organizan los itinerarios y las ilusiones de los viajeros. Eduardo, como yo, es un eterno viajero, un invitado y un huésped. Es, en definitiva, un sujeto escindido entre el pasado y el presente, entre el lugar de origen y la geografía que le acoge. Por tanto, cuando se habla de su obra, no hablamos de una consumación de la pintura y de lo pictórico en términos estrictamente físicos, sino también en términos simbólicos y afectivos. Pintar deja de ser solo un ejercicio artístico, más o menos audaz, para traducirse en un gesto de supervivencia y en una declaración expedita.

Si algo me gusta de su pintura es esa sensación que se advierte de apunte y de nota al pie que, de cierta forma, emancipa el soporte respecto de cualquier tipo de gravedad y de tiranía. La obra fluye como el registro de acciones vulnerables, de acontecimientos que suceden en su horizonte de expectativas culturales y hasta como radiografía de sus pensamientos libres. Sospecho que Eduardo es de esos artistas a los que, contrario al exceso de retórica, le puede el contenido de la obra. Se resiste a disfrazar las cosas. Sus pinturas son en la medida en que son lo mismo que ves. No hay supremacía del engaño o de la ilusión, no hay digresiones conceptuales ni anecdóticas. El enfrentamiento a la obra no necesita de ardides ni de recurrencias venidas a menos, por lo que su interpretación pasa siempre por la corroboración de lo que ven los ojos.

Existe en ella, eso sí, una propensión al fragmento, una búsqueda afanosa de la escena que lo resume todo. En ese hallazgo se discute un poco la suerte de su pintura y el estatus de ésta. Eduardo parece ser un apasionado de la síntesis. Basta con observar todas y cada una de sus series para reconocer ese impulso hacia la reducción-contracción del relato. Sus piezas le señalan como un intérprete audaz que, sin llegar a describir la totalidad de una historia o de suprimir algunas de sus partes, consigue otorgar significado al episodio convertido en pretexto de la narración. La realidad ajena al lienzo es desgajada en el conjunto de sus elementos constitutivos. De ahí que la representación última goza de esa capacidad concluyente. Lozano se encomienda a la pintura revelando (desvelando) una confianza ciega en ella. La obra abandona así su vanidad para centrarse en la honestidad. A la condición indigente del ego, el artista opone el valor de la humildad como acto de restitución y de emancipación.

En un hermoso texto de hace algunos años, el artista y teórico del arte cubano Antonio Eligio (Tonel), escribía que “estas obras no reclaman alabanza, no procuran admiración: la sensibilidad que las inspira, agradecida en su melancolía, solo requiere en pago gratitud”. No podría estar más de acuerdo con esta afirmación suya. La obra de Eduardo subordina la grandilocuencia y el consenso a la autenticidad de la emoción. Creo que la mejor crítica, entonces, no es la que atribuye dones de estilo y sustanciación gratuita y sospechosa a las obras, sino la que celebra la humildad de la poética ajustando sus órdenes de actuación. La vanidad del estilo se hace jadeante y poco asertiva en el intento de precisar los rasgos más sobresalientes de su abecedario. De poco o nada importa buscar/especular su relación con el relato de la historia del arte o su fijación a una zona específica del arte cubano suscrito a ciertas demandas críticas. Esta maniobra de la interpretación y del enjuiciamiento pierden eficacia cuando se trata de equilibrar (y calibrar) una lectura sobre la producción de este artista. Su grandeza está precedida por su humildad. Los sentidos laterales y los matices que resultan de toda aproximación ensayística se antojan pistas esenciales en el trato directo con obras de este carácter. Lo menor y lo accidental son carne y sangre en este tipo de obra. La lectura y la escritura son ejercicios del silencio, pero la publicación de esta última somete lo privado y lo íntimo del gesto a la violencia palmaria del escrutinio público. Entonces sabemos que la narración crítica, lo mismo que la pintura y el arte, están aquí para ser dichos, para ser leídos, para que la voz y el tiempo del habla puedan profetizar su disolución y cortejar su propio fin.
La pintura y la escritura alcanzan, así, su razón de ser: pura radiografía del alma.

Muy acertado texto . Felicidades a ambos