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Por más que algunos se empeñen en enfrentarlos, el arte y la inteligencia artificial no están en guerra. No compiten. No se estorban. Al contrario: colaboran. Y esa colaboración, cuando nace desde la emoción sincera, la paciencia meticulosa y la observación cuidadosa, puede ofrecernos una de las formas más revolucionarias y profundas de creación contemporánea.  El trabajo de Jo Phillips no se limita a ser una declaración de intenciones teóricas, sino que encarna una práctica cotidiana, un ritual creativo que tiene tanto de íntimo como de expansivo. Se sienta frente a la IA como quien se acerca a un piano, un lienzo en blanco o una bola de arcilla: con curiosidad, con apertura, con humildad. Pero también con decisión, con conciencia plena de que lo que va a emerger ahí es algo que lleva dentro.

Lo que vuelve tan singular su proceso no es solo el resultado visual —aunque eso también cuente—, sino la manera en que decide habitarlo. Hay algo profundamente performativo en su diálogo con la inteligencia artificial: como una DJ entregada a su set, lanza instrucciones al algoritmo, escucha la respuesta, se deja sorprender, interviene, mezcla, repite. No busca el control absoluto ni la eficiencia inmediata. Al contrario: se detiene, observa, reflexiona, vuelve sobre sus pasos. Hay una voluntad explícita de detenerse en el error, de mirar el accidente, de abrazar el fallo. La imperfección se convierte en estilo. El glitch deja de ser una anomalía para convertirse en un gesto estético. Jo no corrige lo que no encaja: lo amplifica. Y en esa ampliación hay una poética. Una forma de decir: aquí no hay perfección. Hay vida.

Esa vida se expresa a través de una estética reconocible, exuberante, que parece vibrar en neón. Colores eléctricos, texturas incandescentes, formas que bordean lo onírico y lo futurista. Pero detrás de cada imagen no hay solo diseño visual: hay una pulsión íntima, una emoción que busca salida. Sus obras funcionan como un diario no escrito, donde las palabras se transforman en luz y los pensamientos en patrones. Es un registro emocional de alta frecuencia. La IA, en este escenario, no reemplaza la creatividad humana: la canaliza, la refleja, la potencia. Es una herramienta, sí, pero también un espejo, una aliada que devuelve versiones imprevisibles de lo que una artista siente.

Lo que Jo pone en juego es la posibilidad de convertir el proceso en experiencia. En un momento en que muchos aún se preguntan si la IA puede o no hacer arte, ella demuestra que lo importante no es la herramienta, sino cómo se usa. No se trata de qué produce la máquina, sino de qué provoca en quien la activa. En su caso, la relación con el algoritmo se construye como un vínculo afectivo: le habla como se habla a una amiga de confianza, con cariño, con entrega, con un código personal. De ahí que su obra no solo genere imágenes. Genera relaciones. Y en esas relaciones hay una búsqueda estética, sí, pero también ética. Porque aceptar el fallo, asumir lo inesperado, implica también un compromiso con lo incierto, con lo que no se puede controlar ni predecir.

Quizás el arte del futuro no será únicamente lo que se muestra en una galería. Será también todo lo que ocurre antes: el camino, la espera, la emoción, los errores, los desvíos. El proceso será tan importante como el resultado final. Y en ese trayecto compartido, lo humano y lo artificial dejarán de ser opuestos enfrentados. Se convertirán en cómplices. En compañeros de ruta.

Jo Phillips ya vive en ese futuro. Solo hay que mirar sus imágenes para entenderlo. O mejor dicho: para sentirlo.

Este texto has sido redactado tomando como inspiración los argumentos de su creadora, donde he aportado mis propios conceptos y un análisis de su obra muy minucioso. Además ha sido revisado por GPT para perfeccionar la distribución. Descubre más sobre la opinión de su creadora y más imágenes en la versión impresa de creAtIva Magazine / Vol/6 – Mundos Futuros.

Etiquetas: , Last modified: 11 junio, 2025