El deseo exige su perpetuación ad infinitum.
Susan Sontag, El amante del volcán.
Descaro y sabrosura son, sin dudarlo, los términos que justifican (y validan) la narrativa pictórica de un artista como José Luís Silva al que, desde ya, considero el nuevo Almodóvar de la pintura cubana contemporánea. La suya es una obra que disfruta de lo marginal, lo lateral, lo borde, lo periférico y lo subalterno; pero también goza del glamour de lo fashion, de la estridencia de la lentejuela y del brillo de la cultura pop. Si no fuera porque le conozco diría que es un artista resueltamente gay al que le fascina la performance travesti frente al espejo. Y es que su obra recupera y actualiza esa noción de lo camp tan cercana hoy a la estética queer. Siendo un machito de barrio su escritura pictórica no puede ser más escandalosamente marica, todo un alegado de alteridad y de euforia.

Cuantas más obras suyas alcanzo a visualizar, mayor es mi descontrol y mi gosadera. Seguramente él no lo sepa nunca, pero me unen a él, sin embargo, no pocas fortunas. Ambos vivimos con la misma intensidad con arreglo a nuestra distinta forma de entenderla. A ambos nos va la vida en lo que hacemos: a él con la pintura enfática y delirante; a mi con la escritura barroca y pulsional. Ambos sostemenos el mundo a las espaldas y no nos rendimos nunca. Ambos sabemos que la sensibilidad, diferente de las ideas, no es una cuestión fácil de administrar. Ambos, también, escogimos el tortuoso pero fascinante mundo del arte como un modo de supervivencia frente a la mediocridad de este mundo. Hoy la isla nos une, la ciudad-basurero y Gusi nos colocan en un mismo lugar. Y yo disfruto, desde mi silencio, de esta relación hermosa y cómplice. Ya he dicho muchas veces que la vida no vale nada sin el rebasamiento feroz de las emociones.

Cuando él se deja la piel (y el cuerpo entero) para organizar esa narración pictórica tan suya, yo me sumerjo en el contexto de las ideas para especular sobre posibles lecturas respecto de la misma. Toda lectura es una contracción, de igual forma que toda interpretación es una reducción prohibitiva. Podría decir incluso que ciertos aspectos de nuestra biografía nos acercan; del mismo modo que seguramente nos rondan parecidos demonios. Admiro su obra porque es sísmica e irreverente, porque pasa por no ser entendida por jurados pobres en competencia intelectual y en audacia para observar más allá de una evidencia o de una superficie. Sus obras, poco entendidas o demasiado explícitas según que perspectiva, movilizan una sensibilidad descomunal que se aprovecha -como pocas- del artificio y de la exageración. Le comprendo y le respeto porque comparto en secreto (y a toda voz) sus ideas sobre el arte y la vida con la misma efusividad y el mismo torbellino entre dramático y sexual. La obra de José Luis es teatral, es performática, es lúdica y sustantiva una gran visión irónica respecto de contexto y de la vida. En ella comulgan, con la misma intensidad, las voces del reguetón, del reparto y del bolero.

De hecho, resulta casi imposible pensarle sin el humor y el desparpajo cínico que desborda su cuenta de Instagram. Alguna vez le comenté que curar una muestra suya supondría recuperar ese perfil como una parte esencial del relato museográfico y de la instancia curatorial. Ni qué decir tiene que la sensibilidad suya se carga de maneras artificiales y melodramáticas bajo el inequívoco sello del humor. Existe una cualidad perceptible en sus piezas que las conectan, de una forma desmesurada, con la ideología de lo camp. Cualquier repulsión queda aquí anulada por la simpatía y por el erotismos. La efusividad y el meneo de cintura garantizan su estridencia y su singularidad.

Pienso de él que es tipo superdotado (y no me refiero a otras “dotaciones” que no sean las pictóricas). Hay algo en él salvaje y rotundo: un modo de usar la pintura como expiación y como exorcismo. Por ella figuran todo tipo de personajes, de sensibilidades y de salvajismos. Y es precisamente esto último lo que le aleja de la zozobra y del aburrimiento de lo anodino. Sus pinturas son cárnicas, dominan ese estado reverberante y febril que distingue su obra de la repetición y de la visita cansina a los lugares comunes. José Luis pinta de manera incansable y con una absoluta falta de pudor. Podría decirse incluso que es presa de cierto automatismo psíquico, que le lleva a ignorar todo tipo de normas o de reglamentos. Su lenguaje es frondoso, interminable, virulento. Un lenguaje en el que se mezclan, con gracia desmedida, el ardor de la picardía con el arrebato implícito en toda desmesura.

Definitivamente su obra es un enjambre de situaciones personales, cotidianas y de barrio. Se advierte en ella la fuerza volcánica de todo tipo de turbaciones y de no pocas masturbaciones. La atraviesa el músculo de una euforia descontrolada que atina, si acaso, en su paleta barroca e hiperpoblada. Se trata de episodios que revelan historias mundanas y también aspiraciones no siempre escamoteadas. Su pulso es inequívocamente posmoderno y deliberadamente contemporáneo. José Luis sabe, y lo sabe bien, que el cuerpo de la pintura es ese lugar donde, suerte de pastiche amenazante donde se ponderan la testosterona, lo sagrado, lo profano, lo ilusorio, lo desviado, lo vernáculo, el fetichismo y hasta el consumo. La pintura es, y la suya más, un espectáculo de vanidades y de vida loca.