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Raquel Algaba

Written by: arte Centros de arte Córdoba Exposiciones

Últimos días para visitar “En silencio se alzaron lotos” de Raquel Algaba

El C3A Centro de Creación Contemporánea de Andalucía acoge la exposición “En silencio se alzaron lotos”, individual de la artista visual Raquel Algaba.

A continuación, podéis leer el texto de Anna Adell con motivo de la muestra:

Ulises, el héroe homérico que sale vencedor de la guerra de Troya, cuya audacia le había llevado a concebir un caballo hueco de madera para poder colarse en el territorio enemigo, y cuyo regreso a Ítaca está plagado de desafíos que supera con valentía e ingenio, es convertido por Raquel Algaba en un frágil pelele.

El Ulises de cuerpo articulado de Algaba se mueve a merced de los vientos. Es dudoso que algún día llegue a su hogar. Fragmentos de su enclenque figura van quedando por el camino. Es un náufrago de sí mismo. Tropieza con demasiados escollos en el mar bravo que se agita en la boca de su estómago.

Hace unos años (en la exposición El silencio de las sirenas, 2020), la artista madrileña puso en escena por primera vez a su antihéroe marioneta, proponiendo su propia versión del canto XII de la Odisea: el episodio en el que Homero narra el modo en que el ingenioso Ulises y su tripulación logran escapar al embrujo del canto de las sirenas. En aquella ocasión, Algaba nos mostraba, o así me lo pareció, a un Odiseo escindido entre el deber y el deseo: lo veíamos atado al mástil para vencer la tentación de arrojarse al mar, pero al mismo tiempo (por efecto de una suerte de desdoblamiento del destino) era desmembrado por una de aquellas aves rapaces con busto de mujer voluptuosa.

El título del proyecto era homólogo al del cuento de Kafka. En El silencio de las sirenas el escritor checo introduce la duda de si al blandir “un arma más terrible que el canto”(esto es, el silencio) las sirenas se burlaban de Ulises o bien era el héroe el que, a la postre, engañaba a estos pájaros de mortífera belleza. Porque quizás el héroe, a pesar de saberque esta vez las sirenas no iban a cantar, se ató igualmente al mástil para guardar lasformas, es decir, para mantenerse fiel a sí mismo y al papel que se le había otorgado comoprotagonista del gran relato épico.

Sin embargo, el Ulises de Algaba ya no quiere seguirle el juego a Homero. Los actores parecen haberse quedado dormidos sobre el escenario. Olvidaron su parte del guion y adoptaron la quietud de las piedras.

En su ensayo Dialéctica de la Ilustración, Theodor Adorno y Max Horkheimer interpretaron que el viaje de Ulises narraba el nacimiento de la autoconciencia humana en su lucha por la conservación de la especie ante la fuerzas disolventes o miméticas de la naturaleza. Con su astucia, Odiseo burla la fuerza bruta y el poder de la magia encarnadas en divinidades primordiales y criaturas que va encontrándose en su camino. Homero arroja a Ulises a vorágines oceánicas y tentaciones sexuales (las sirenas, Circe, Calipso, los lotófagos…) que procuran el olvido de uno mismo. Pero al anteponer el deber al instinto, al expurgar nuestra parte de naturaleza, escriben los autores, Ulises inaugura la raza de seres lisiados que seguimos siendo tras pagar el peaje de la civilización.

Somos una raza de seres alienados, como también desveló Freud antes que Adorno, temerosos de la fuerza arrasadora de los instintos. Reprimiéndolos, nos amputamos. Por otra parte, paradójicamente, cuanto más creemos dominarlos más sometidos estamos a ellos.

En el Ulises cuarteado de Algaba nos contemplamos como en un espejo. Un espejo líquido que es umbral entre el tiempo cíclico del mito y el tiempo progresivo del Logos. Un umbral incierto porque, según Adorno, no hay una separación clara entre el logos (la razón como principio ordenador) y el mito, pues el logos no deja de convertirse en mito: el mito del progreso.

Seguimos navegando con Algaba por este océano donde el mito y la historia se diluyen. Dejamos atrás la isla de las sirenas, con sus camelos y falsas promesas, y llegamos a otra isla voraz, la de los lotófagos. En el relato de Homero, éste es el primer escollo insular que la tripulación encuentra al salir de Troya, pero Algaba le da la vuelta al mapa legendario y lo recorre siguiendo otras coordenadas, las de su propia geografía mental. Y es que la geografía silenciosa de la mente no conoce ni el antes ni el después.

Para la exposición en curso, Algaba ha elegido un título que parafrasea un verso del poema Burnt Norton de T.S. Eliot: En silencio se alzaron los lotos. De nuevo, el silencio se impone. Ambos silencios, el de las sirenas y el del mundo en el que se alzan los lotos, remiten a una encrucijada que escinde el corazón del navegante: la pugna interior de quien se enfrenta a la posibilidad de romper un hechizo anulador del Yo a la vez que le tienta arrojarse a él (a las fauces de las mujeres-pájaro); el dilema existencial de quien duda entre abandonarse al poder amnésico de un encantamiento (el fruto del loto) o huir de ese falso edén.

El silencio de las sirenas había vaciado de sentido al gesto audaz de atarse al mástil o deponerse cera en los oídos. El silencio de la isla de los lotófagos es más ambiguo. Si recordamos el poema de Eliot, el silencio del jardín en el que se yerguen los lotos hace referencia a un cambio brusco que opera en nuestra percepción justo antes de que una nube ensombrezca el efecto lumínico sobre el estanque. El “agua de luz solar” que había hecho emerger las flores de loto se evapora y lo que queda a la vista es el esqueleto de hormigón, el estanque drenado. La magia se seca cuando dejamos de mirar con los ojos de los niños que se ocultan entre la hojarasca porque ese paraíso es su hogar, no el nuestro. El pájaro que nos conducía entre los setos y arriates nos hizo creer que paseando entre los lotos nos serían revelados los secretos de los muertos, pero al obsesionarnos con los ecos del pasado hemos convertido al jardín en un cementerio. Somos incapaces de sostener la mirada prendada en el presente, anclarla en el aquí y ahora de la vida. Cuando los lotos se alzan ofreciendo una imagen fugaz de la belleza, el tordo nos echa del edén: “váyanse, váyanse, el género humano no puede soportar tanta realidad”.

Lo que Algaba reprueba al parangonar a la comunidad de lotófagoscon unasociedad deconsumo cada vez más narcotizada solo en apariencia es lo inverso a lo que plantea estepoema de Eliot. La artista se lamenta de nuestra desmemoria y de nuestro anclaje en unpresente desgajado del tiempo. Pero en realidad están hablando de lomismo, porque elpresente en el que nos abismamos entre simulacros y espejismos de felicidad pixelada espura epidermis; no tiene nada que ver con el presente continuo que reivindicaba el poeta,entretejido con el pasado y el futuro. El porvenir es poco prometedor y el pasado no nosinteresa. Solo nos queda un presente ingrávido y azaroso como el aleteo de una hoja quecae sobre el hormigón de un estanque seco.

Detengámonos en la obra Aaru (2024), donde nuestro Ulises de miembros articulados se deja mimar por una figura maternal que simboliza el poder del loto. Sentado en el regazo de este personaje sobredimensionado por el embrujo de la flor de loto, el pequeño héroe se ve diminuto y desvalido, como si regresara a la edad lactante. El lotófago, con su piel de cerámica tatuada con hojas de loto, cubre sus oídos con una especie de orejeras que nos recuerdan vagamente a algunas figurillas de terracota precolombina. De hecho, el sincretismo cultural es una constante en la imaginería de Algaba, que funde con plena libertad referencias sutiles (a veces formales, a veces conceptuales) a mitologías japonesas, coreanas, griegas, egipcias o mesopotámicas. En esta pieza, esto último nos lo sugieren las dos máscaras que a modo de cabezas de Lammasus (seres protectores de la mitología asiria) custodian la isla de los lotófagos. El propio título, Aaru, es el nombre del paraíso egipcio al que solo accedían las almas que pesaban menos que la pluma de Maat. Algaba transforma el campo de juncos, el fértil humedal de la felicidad eterna, en una marisma de lotos psicoactivos.

El Aaru era una especie de isla de los bienaventurados, comparable a los Campos Elíseos griegos. Al designar con este nombre a la isla de los lotófagos, Algaba impregna de ambivalencia conceptos como la felicidad, el tiempo y el olvido.

Sin intención de apropiarse de motivos iconográficos concretos, Algaba logra despertaren nosotros sensaciones de familiaridad con leyendas procedentes de culturas distantes. Al deambular entre sus misteriosas figuras de cerámica encaramadas en escenarios minimalistas, nos sentimos como arqueólogos psíquicos tratando de unir las piezas encontradas en los márgenes de los ríos que dieron lugar a la civilización humana. Como si estos vestigios de cerámica pudieran darnos las pistas para entendernos de nuevo los unos a los otros en un lenguaje edénico, anterior a la debacle babélica. Porque el silencio se hace palpable al acercarnos a estas efigies de párpados cerrados, y es un silencio como de recinto sagrado, que deja en suspenso el poder de las palabras.

Olvido de sí o esclarecimiento, la ambivalencia del poder del loto

Hay símbolos que por sí solos son capaces de retrotraernos hasta los tiempos más antiguos, y más concretamente, hasta el nacimiento de planteamientos epistemológicos que bifurcaron los caminos entre las filosofías occidentales y las orientales. El loto podría ser uno de ellos. Es un símbolo universal que, a pesar de nutrirse de propiedades particulares en cada religión o folclore, en un buen número de culturas se vinculó con la pureza de alma y la perfección cósmica. Sin embargo, las culturas griega y romana (desde Homero hasta Plinio El Viejo, pasando por Heródoto y Virgilio) asociaron al loto con toda suerte de peligros relacionados con la pérdida de la conciencia, la amnesia, la improductividad, el placer por el placer. En su Historia Natural, Plinio usa el término “loto” de un modo genérico y lo aplica a un amplio repertorio de plantas acuáticas africanas, pero su imprecisión botánica no es relevante para nosotros. Lo que queremos destacar es el hecho de que los autores latinos perpetúan el mito homérico de la existencia de supuestas etnias exóticas (procedentes de la actual Libia o de la isla tunecina de Djerba, según Estrabón y Polibio) a las que endilgan un carácter indolente e idiotizado debido al consumo de loto: “es tan dulce su sabor”, escribe Plinio, “que incluso ha dado el nombre a este pueblo y a su país, demasiado acogedor, puesto que hace que los extranjeros se olviden de su patria”.

La metáfora de los lotófagos obnubilados por la desidia llega hasta el cuento de Somerset Maugham (The Lotus Eater), que narra la progresiva melancolía de un banqueroprejubilado en la isla de Capri. Acaba suicidándose porque se da cuenta que la felicidaddespreocupada troca irremediablemente en una vida sin sentido, carente de objetivos.

En Oriente, en cambio, el loto se asocia desde siempre a la pureza porque su flor germina en un lecho de aguas estancadas, de lo que resulta una metáfora viva de la capacidad de trascender la cuna de fango en el que se nace. En la India, el tallo del loto simboliza el eje del mundo (la montaña sagrada Meru) y la corola de ocho pétalos inspira el trazado circular de los mándalas. Los dioses principales de los panteones hindúes y egipcios, como Brahma y Ra, nacen de una flor de loto. También el trono de Buda es un loto, como lo es la postura de la meditación. El loto azul de Egipto crece en la cabeza de Nefertum,“El Señor de los perfumes”, para simbolizar el nacimiento del sol. Su flor se abre al amanecer y se cierra con el crepúsculo, por lo que simboliza el ciclo diario de renovación y renacimiento. Ra y Osiris, el dios solar y el de los muertos, se relacionaban con esta flor que cada mañana florecía de nuevo en la superficie del agua, del mismo modo que los difuntos podrían algún día renacer en las aguas de la vida.

Numerosas pinturas de las tumbas egipcias muestran a figuras consumiendo bebidas a lasque se ha añadido el loto azul. Sus propiedades sedantes y ligeramente alucinógenaspodrían explicar su uso ritual en el Antiguo Egipto. Se cree que en las ceremoniassagradas añadían flores de loto al vino o las maceraban con cerveza para potenciar susefectos y proporcionar experiencias más intensas de comunicación con los dioses.

Se presume que en la Antigua Grecia también se usaron plantas para inducir estados alterados de conciencia con fines rituales, sobre todo en los ritos mistéricos, pero estos eran solo para iniciados. Podríamos llamarlos la cara B de los cultos públicos dedicados a los dioses olímpicos. La influencia de oriente es palpable en los misterios dionisíacos y eleusinos. Ambos se centraban en aspectos que la religión oficial dejaba de lado: la experiencia esotérica, el miedo a la muerte, la creencia en el renacimiento, el trance espiritual.

Varios autores griegos especularon sobre los viajes de Dionisos a la India, e incluso se han esgrimido hipótesis que lo relacionan indirectamente con la flor de loto: Dionisos nació del “muslo” de Zeus, parte anatómica que en griego se llama “meros”, nombre que designa al monte sagrado indio ligado a la flor de loto. De este modo, aunque nacido de dios olímpico, desde el punto de vista etimológico Dionisos se vincula a la teogonía india. Es hijo de la potencia cosmogónica materializada en la flor de loto, por lo que se identifica con el dios hindú Shiva. Dionisos-Shiva simboliza el poder destructor-creador de la danza cósmica y de la embriaguez mística.

El arrobo extático que procuraban los bailes y las sustancias narcóticas en las fiestas báquicas ponía en escena aquello que el Ulises de Homero más temía: el olvido de sí, la pérdida de la individualidad, la enajenación. Se cuenta que aquellas festividades de origen asiático atrajeron inicialmente a los grupos marginales de la sociedad ateniense: mujeres y esclavos. Con ello, la embriaguez configuraba otro tipo de comunidad, libre y efímera. El rito dionisíaco aniquilaba toda sujeción al orden simbólico, lo que en términos de la mística hindú equivaldría a rasgar el velo de Maya (el que nos separa de la realidad última). Entre sus jirones asomaban los titanes, moradores de la era del caos quela Grecia clásica había barrido de la faz de su territorio, sustituyéndolos por los dioses olímpicos. A decir de Nietzsche, los griegos buscaron un equilibrio entre la atracción dionisíaca del abismo y la armonía apolínea. El equilibrio es imprescindible, porque si el estado de desgarro del velo de las apariencias se prolongara demasiado el mundo humano desaparecería con él.

Si bien los caminos entre las filosofías orientales y las occidentales se bifurcaron (sobre todo debido a un exceso de racionalidad y de abstracción de las segundas), subyace una corriente subterránea común. A este fondo compartido Aldous Huxley lo designó “filosofía perenne”, lo que podría definirse como la intuición de una única realidad que se manifiesta en la multiplicidad de los fenómenos. A esta revelación se llega a través dela embriaguez espiritual que disuelve el ego en el Todo y libera la conciencia, haciéndola partícipe de una realidad depurada. En ello se reconocen místicos de todos los credos(sufíes, cristianos, hindúes, budistas…) Huxley hablaba de una “válvula reductora del cerebro” que ajusta nuestra percepción a fines utilitarios. Necesitamos de esta válvula para vivir y comunicarnos, pero ciertos estados alterados de conciencia (a los que se llega con prácticas como el ayuno, la hipnosis, las drogas esclarecedoras y la meditación) rompen la válvula y, parafraseando a William Blake, abren las puertas de la percepción para mostrar el mundo tal cual es, infinito. En Island—última novela que Huxley escribió—los habitantes de Pala usan la medicina moksha para tener vislumbres del Otro Mundo como los místicos de antaño, pero sin olvidar sus cuerpos, su aquí y ahora. De hecho, combinan la ingesta de esta sustancia con una práctica sexual de inspiración tántrica destinada a expandir la conciencia y afianzarlos lazos de la comunidad.

La isla de Pala es una utopía, no porque la forma de vida que proponen los isleños sea inconcebible (priorizar los valores humanos por encima de los económicos) sino porque el resto del mundo se confabula para exterminarla. Esta isla utópica es el reverso del “mundo feliz” que Huxley nos dio a conocer en su primera novela, una distopía ubicada en un futuro lejano en el tiempo, pero próximo a nosotros—habitantes del siglo XXI—por lo familiares que nos resultan las fórmulas de sugestión que el poder usa en la novela para que los individuos “amen su servidumbre”. El soma es la droga de la felicidad dócil que los personajes ingieren para “tomarse unas vacaciones de la realidad”. Cualquier indicio de humor melancólico o de pensamiento crítico es combatido con unos pocos gramos de soma. En Brave New World se aplica el usar y tirar del consumismo capitalista a cada parcela de la vida (sexo recreativo, vínculos superficiales, placeres vacuos), y el soma garantiza la sagrada comunión con este modelo. El soma es el opio del pueblo, como lo es en la vida real la farmacopea de antidepresivos junto con el equivalente sofisticado de los sensoramas mediáticos que adocenan las existencias del “mundo feliz”.

Mientras que el soma afianza el velo de Maya, el moksha de la isla de Pala practica agujeros en esa gruesa tela de realidad consensuada y deja penetrar destellos de una realidad no verbalizable. Moksha es una palabra del sánscrito que se traduce como “liberación” y la filosofía hindú la asocia con la revelación de la unidad del alma individual con lo absoluto. Huxley se esforzó por acrisolar en aquella isla aspectos de diferentes filosofías y religiones porque tenía la certeza de que despojadas de su arquitectura dogmática y de sus preceptos particulares, eran ríos de autoconocimiento que discurrían por distintos valles, pero desembocaban en el mismo mar.

La obra Maclíes (2024) de Algaba nos muestra a dos lotófagos cogiendo al pequeño Ulises por las extremidades y tironear de ellas como si fueran a practicarle una atroz tortura medieval. Pero los maclíes no eran inquisidores de la Edad Media europea, sino un supuesto pueblo bereber que el imaginario popular asoció con los lotófagos. A decir de Herodoto, eran tan dados a orgías comunitarias que nadie sabía quién era hijo de quien. Los historiadores helénicos veían a sus vecinos del otro lado del Mediterráneo como una suerte de hippies avant la lettre, poliamorosos y hedonistas. Visto desde esta óptica nuestro Ulises de cerámica no va a ser torturado con dolores infinitos sino con placeres anonadantes. Un maclí lo toma de los pies, el otro de las manos, y lo zarandean como si estuvieran oreando una sábana. Su cuerpo inerme está drogado con el soma de la felicidad adocenada, una felicidad opiácea anuladora del libre albedrío.

Este grupo escultórico se acompaña de un dibujo en gran formato. Es una representación estilizada de una flor de loto que se transfigura en una especie de fuente. Pequeñas figuras se columpian sobre filamentos que a modo de estambres germinan de la planta. Hasta cierto punto, la convivencia entre lo vegetal, lo mineral y lo antropomorfo nos evoca las pinturas de grutescos que decoran las paredes de algunos palacios renacentistas, pero al mismo tiempo se hace evidente la influencia de la pintura oriental.

Un aspecto especialmente interesante en la propuesta de Algaba es que al reducir la narración a los mínimos elementos deja espacio para la ambivalencia interpretativa. Sin negar la potencia purificadora del loto, advierte sobre el peligro de quedar calcinados entre sus pétalos de fuego. El loto sería entonces una metáfora de aquello que en su justa medida nos ilumina y en exceso nos ofusca. Los libros sagrados hacen germinar a dioses y bodhisattvas de esta flor numinosa, pero emerger de una flor no ofrece mejores vistas (2024), nos advierte uno de los títulos de la exposición: una escultura de cerámica decorada con flores de loto yace de costado como un ídolo caído o como una criatura germinal en letargo eterno.

Más allá de los simbolismos que el loto asume en las diferentes tradiciones, en este proyecto de Algaba el loto podría simbolizar las ansias fallidas de trascendernos a nosotros mismos. Nos remueve una necesidad genuina de evadirnos de nuestra banalidad cotidiana. Para ello, podemos tomar el camino corto del soma—el de la gratificación instantánea, del que nos surte el ocio capitalizado—o el del moksha, travesía más ardua porque nos obliga a enfrentarnos a nuestros monstruos interiores como paso previo a la ruptura de los grilletes materiales. Lo segundo es difícil porque la mayoría de los seres humanos carecemos de las cualidades ascéticas de los visionarios del siglo de oro de la mística, pero ello no nos arroja sin remedio al parque temático de la felicidad encapsulada.

Entre el paraíso de los placeres artificiales y el de los iluminados, deberíamos soñar juntos con un tercer modelo de insularidad edénica. Quizás, la mejor estrategia sea ampliar el encuadre y observar nuestra isla ideal como parte de un archipiélago. Las islas como entidades cerradas no sobreviven. Lo archipielar habría de sustituirlas como escenario de utopías comunitarias. Ya Hölderlin dedicó un extenso poema, El Archipiélago, a las costas bañadas por el Egeo: un canto elegíaco a un tiempo mítico como ideal de entendimiento entre el sentimiento panteísta de la naturaleza, el florecimiento artístico y la libertad política.

La cuna de la civilización occidental es un archipiélago. De hecho, esta palabra en su origen designaba exclusivamente al mar Egeo. Después, por extensión metonímica pasó a referirse al grupo de islas cohesionadas por el mismo mar.

Hastiado del absolutismo monárquico que le tocó vivir, Hölderlin no quiere regresar de su viaje poético prefiriendo hundirse en las profundidades oceánicas, y así lo termina: “deja que al fin yo por siempre en tu fondo el silencio recuerde”. Pues esa colectividad ideal, armónica en sus diferencias, separada y a un tiempo unida por el mar, no volverá porque jamás existió, pero el poeta eterniza sobre el papel su posibilidad. El silencio para Hölderlin, lo mismo que para Algaba, no es cómplice y resignado. Por el contrario, es un silencio acusador e incómodo porque despeja la niebla que oculta los barrotes de nuestras jaulas de oro.

Texto de Anna Adell

Fechas: Hasta el 22 de junio de 2025
Lugar: C3A Centro de Creación Contemporánea de Andalucía, Córdoba

Etiquetas: , Last modified: 16 junio, 2025