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Adriano Nicot

Escrito por: Crítica de arte La Comarca

En el espejo

En sentido estricto la obra de Adriano Nicot resulta de un gesto especular. Y con ello me refiero a esa facultad especulativa sobre los diversos aspectos de la existencia y a la voluntad de generar suposiciones sobre algo que no se conoce con certeza, pero que es, desde todo punto de vista, posible. Su imaginario refuerza el sentimiento de alteridad y agudiza la perspectiva acerca del sujeto escindido. Una escisión que habla de dualidad, de fractura, de digresión y de mascarada. 

© Adriano Nicot

La crítica ociosa ha disfrutado en la dispensación de lecturas exegéticas sobre su obra que apuntan sólo, o únicamente, al contexto referencial y de influencias de otros artistas en la obra de éste. Lo que me lleva a advertir, sin duda alguna, la ausencia de verdaderos juicios de valor acerca de los signos y los síntomas de su narrativa pictórica. Subrayar las señalizaciones estilísticas de acento neoexpresionistas y las cercanías a los maestros del arte cubano, aporta poco al análisis sobre las (in)variantes de su discurso. En su caso, esas digresiones vienen a ser apostillas convalecientes con la pretensión de convertirse en falsa plataforma axiológica. Pareciera que el alcance y la esencia de su narración simbólica dependa de esas proximidades casi indiscretas, cuando en verdad sus obras soportan el peso de un universo cifrado en el que el sujeto alterno a la normativa habita en toda su plenitud y en toda su espesura. 

© Adriano Nicot

Las pinturas de Nicot, a fuerza de una introspección en los asideros de la identidad/alteridad, devienen en un texto revelador y relevante. Ellas escoran el carácter de una voz que no se agota en el ámbito de la superficie; sino que desplaza y subvierte toda idea de unicidad y de equilibrio establecido por las gramáticas de la exclusión y de la segregación. Es incuestionable la dimensión y el énfasis angustioso de su trabajo, lo mismo que su reverberante epifanía. La deformación, la máscara, lo lateral, el maquillaje y la impostura están en la base de ese abecedario suyo que se organiza sobre el doblez y el travestismo. Los rostros aparecen y desaparecen mancillados por el gesto disruptivo y sagaz de una pincelada barroca que tiende a lo denso y a lo espeso. La apariencia ensaya en los espacios de lo nostálgico y lo sedicioso. Sus personajes, afirma el artista, “nacen de la noche”, se escapan de ese lugar de restricciones y de bordes encorsetados, se presentan en la intemperie. En compañía o en solitario, se asoman al espejo de la diferencia y de lo singular, ponen a prueba los límites de lo lúdico y de lo grave. Todos, a su modo, persiguen la interpelación y la compasión. Advierto en muchos un extraño sentimiento de tristeza y de nobleza, pero en todos, sin excepción, se presiente la irreverencia del drama humano, la tragedia del espíritu empinado y revuelto. 

© Adriano Nicot

Habrá que aceptar un estado de vulnerabilidad constante para advertir que el sentido heroico de la debilidad y de la decadencia es parte sustancial de la vida, que son formas loables de escenificación y de existencia. Nicot es un relator de esta paradoja, un escribano de ascendencia y de fuste. Su propuesta enfatiza en el costado vulnerable e invencible del ser escindido que restituye el valor de sus partes desde la lejanía y el abismo. La única forma que encuentran para hallar la revelación y el estacionamiento en el tejido de este mundo es la de la exposición frente al espejo, asentar el gesto barroco y exhibirse en la dramaturgia de una performance muy íntima. La vejez, la caída, el deterioro, el tiempo, la lucidez, la risa y el llanto se hacen un sitio en este paisaje de lo trascendental humano. 

El mundo de Nicot es un lugar oscuro al tiempo que luminoso. Es una suerte de escenografía en la que los actores se ocupan de la perturbación y del desasosiego. La narración propone entonces una pesquisa de orden ontológico. En el hallazgo azaroso y furtivo, en el encuentro y en la pérdida, en la matemática de lo calibrado, pero más que nada en la alquimia de las ilusiones y de lo espectral, es donde se discute una parte (sino toda) de la verdad de esta obra. En ella la noche se hace la reina de cada soporte y en este, a su vez, deambulan sus personajes en la oscuridad y el tenebrismo. 

© Adriano Nicot

Esta polifonía de personajes raros resulta, cuanto menos, sintomática y sugerente. Su obra parece querer decir algo, algo más allá o más acá, acerca de esa pluralidad legítima que se asienta en la singularidad de los hechos y de las cosas. De ahí, si se quiere, esa obsesión, a todas luces literal, por la deformación del retrato y la subjetividad lateral. La obra de Nocit es como el teatro de la cordialidad en el contexto de una danza caleidoscópica que fragua narraciones sobre la pérdida de ubicación (o encuentro) del sujeto en el tejido axiológico de la cultura contemporánea, sobre el desvío de la psiquis o sobre el extravío de los “específicos freudeanos”. La idea de hacerse con el mapa, con su fisicidad, frente a los designios de “la irreverencia” y de “la anorexia” de este mundo, pareciera resultar un impulso (casi inconsciente) que recorre la trama de insinuaciones y de digresiones orquestadas en el locus hermenéutico de estas piezas.

El relato de Nicot no apuesta por una unidad ontológica cerrada. En su defecto, subraya y celebra la pérdida de integridad, de la globalidad, de la sistematización ordenada. Las nuevas figuras se esfuerzan en la inestabilidad del específico y la saturación del significado. Desde ahí, desde ese lugar de ambigüedad que prefiere lo inespecífico a las precisiones cartesianas, se consolida su voluntad de reconocerse o re-encontrarse por oposición, negación o superación de los valores precedentes y los esquemas preestablecidos.

Después del espejo, el rostro siguió allí. 

Etiquetas: , Última modificación: 8 septiembre, 2023